Dentro de pocos días vamos a empezar una obra en mi casa, con todo lo que eso conlleva. Pero lo peor es tener que mudarnos, durante unos meses, a otra casa.
Así que, estos días, he empezado con el ritual de sacar todas mis cosas y meterlas en cajas de cartón. Proceso, en ocasiones muy duro, que me hacía dejarlo para el siguiente día. Duro no físicamente, sino emocionalmente.
Llevo muchos años guardando cosas que son especiales para mi, cosas insignignificantes para el mero espectador, pero importantes para mi. Entradas de cine, regalos, algunos papeles antiguos...
Entre todo ello, muchas cosas me hicieron reir, como algunas notitas que nos pasábamos entre compañeros de clase (me acuerdo hasta de las situaciones), y papeles en los que organizábamos alguna fiesta especial, como un romerito o las navidades, en los que aparece anotado que poníamos 300 pesetas (1,80 €) por persona, y lo que aportábamos de nuestras casas, siempre lo mismo cada uno, se repite de año en año, jaja. También me doy cuenta con estos papeles del montón de gente que nos juntábamos para esto, y el trabajo que cuesta ahora que todos tengamos un día libre a la vez. Y he visto también la gente que ya no está, a los que se les perdió la pista y ya sólo hay un vago recuerdo de su fisonomía.

Y hubo un grupo de cosas que me hicieron recordar, sobre todo cartas, pero también regalos que no sabía ni que tenía todavía. De los más antiguos: un reloj cuya esfera está decorada con Piolín (o Tuitti) y un colgante en forma de corazón, detalles a los que no consigo ponerles fecha cierta.
Todo esto me ha hecho corroborar que al ser humano le encanta alimentar su nostalgia, guardar cosas que les ayuden a no despegarse totalmente de las situaciones acontecidas y siempre les recuerden a un momento, una persona o un instante fugaz. Pero, si nos deshiciéramos de estas cosas, ¿qué quedaría de nuestro pasado?
La Hermanita de la Caridad